Nuestra historia: Con las bombas que tiran los fanfarrones...
Escrito por: Francisco Antonio García Márquez
Seguimos narrando los acontecimientos ocurridos en los primeros años del siglo XIX. Si la semana pasada concluíamos diciendo que una nueva esperanza parecía renacer, en este nuevo artículo reviviremos una de las etapas más odiosas y a la vez más gloriosas de la Edad Contemporánea en España, la invasión francesa y nuestra consiguiente reconquista.
A Napoleón Bonaparte no le gustó absolutamente nada el cambio de monarca en España, así pues convocó a Carlos IV (antiguo Rey) y a Fernando VII (nuevo) en Bayona. Allí el francés convenció a Fernando de que le entregase la Corona de nuevo a su padre. Este aceptó, pues no quería tener como enemigo a aquel que se antojaba nuevo amo de Europa. Carlos IV entregó el poder de España a Napoleón el cual designó a un nuevo monarca, su hermano José I.
Todo empezó el 2 de mayo de 1808. Hacía ya más de un año que el ejército francés y el pueblo español compartían lecho. Ello unido a la presencia de un rey extranjero a quien nadie quería, mantenía al pueblo español en una tensión continua. Tras la conquista de Portugal por las tropas napoleónicas, se suponía que los “gabachos” volverían inmediatamente a la tierra de la “liberté, egalité et fraternité” pero no fue así.
Cansados los madrileños de aquella situación de “conquista en casa”, se levantaron contra el ejército invasor y su propio Rey. Reprimida la protesta por las fuerzas del Emperador presentes en la ciudad, se extendió por todo el país una ola de proclamas de indignación y llamamientos públicos a la insurrección armada que desembocarían en la Guerra de la Independencia.
La represión fue cruel. La tarde del 2 de mayo se firmó un decreto que creó una comisión militar para sentenciar a muerte a todos cuantos hubiesen sido cogidos con las armas en la mano («Serán arcabuceados todos cuantos durante la rebelión han sido presos con armas»).
El Consejo de Castilla publicó una proclama en la que se declaró ilícita cualquier reunión en sitios públicos y se ordenó la entrega de todas las armas, blancas o de fuego. En estos primeros momentos, las clases pudientes parecieron preferir el triunfo de las armas francesas antes que el de los patriotas, compuestos únicamente de las clases populares. En el Salón del Prado y en los campos de La Moncloa se fusiló a centenares de patriotas. Quizá unos mil españoles perdieron la vida en el levantamiento y los fusilamientos subsiguientes.
En julio de 1808 las tropas francesas, mandadas por el general Dupont, fueron derrotadas en Bailén por un improvisado ejército español dirigido por el general Castaños. Esta primera derrota de las tropas napoleónicas desató la euforia española y precipitó la huida de José I. Fue la primera derrota de la nueva Francia.
Ante tal situación, Napoleón se vio obligado a intervenir personalmente en la guerra y a finales de aquel año 1808 entró en España con la “Grande Armée” (formada por unos 250000 veteranos), acabó con la resistencia y repuso a su hermano en el Trono.
A finales de 1809, el ejército regular español fue derrotado en la batalla de Ocaña. Sólo la plaza de Cádiz, abastecida desde el mar por los británicos (ahora nuestros amigos), permaneció fuera del dominio francés.
Sin un ejército digno de ese nombre con el que combatir a los franceses, los españoles de las zonas ocupadas inventan un sistema nuevo para luchar, utilizado por vez primera en el mundo: la guerra de guerrillas como único modo de desgastar y estorbar el esfuerzo de guerra francés. Se trata de lo que hoy se denomina guerra asimétrica, en la cual grupos de poca gente, conocedores del terreno que pisan, hostigan con rápidos golpes de mano a las tropas enemigas, para disolverse inmediatamente y desaparecer en los montes.
La guerra en España tendrá importantes repercusiones en el esfuerzo de guerra de Napoleón. Un aparente paseo militar se había transformado en un atolladero que absorbía unos contingentes elevados, preciosos para su campaña contra Rusia. La situación era, en cualquier caso, tan inestable que cualquier retirada de tropas podía conducir al desastre, como efectivamente ocurrió en julio de 1812. En esta fecha, Wellington, al frente de un ejército angloportugués y operando desde Portugal, derrota a los franceses primero en Ciudad Rodrigo y luego en los Arapiles, expulsándoles del Oeste y amenazando Madrid: José Bonaparte se retira a Valencia. Si bien los franceses contraatacan y el rey puede entrar de nuevo en Madrid en noviembre, una nueva retirada de tropas por parte de Napoleón tras su catastrófica campaña de Rusia a comienzos de 1813 permite a las tropas aliadas expulsar ya definitivamente a José Bonaparte de Madrid y derrotar a los franceses en Vitoria y San Marcial. Al mismo tiempo Napoleón se apresta a defender su frontera hasta poder negociar con Fernando VII una salida. A cambio de su neutralidad en lo que quedaba de guerra, aquél recupera su corona (comienzos de 1814) y pacta la paz con Francia, permitiendo así al emperador proteger su flanco sur. Ni los deseos de los españoles, verdaderos protagonistas de la liberación, ni los intereses de los afrancesados que habían seguido al exilio al rey José, son tenidos en cuenta.
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